Haití y el fracaso de la región: Por Miguel Velarde

Miguel Velarde
Ya no quedan excusas para que la comunidad internacional no se ocupe de la peor crisis de una región.

La noticia que la semana pasada conmocionó al mundo fue el magnicidio acontecido en Haití. Ocurrió en la madrugada del miércoles, cuando casi 30 personas fuertemente armadas irrumpieron en la Residencia Presidencial de Puerto Príncipe y asesinaron con 12 disparos de armas de gran calibre al presidente de ese país, Jovenel Moïse, de 53 años. En el ataque dejaron también gravemente herida a su esposa, Martine Moïse, quien fue inmediatamente trasladada a Fort Lauderdale, Miami, donde ahora recibe tratamiento.

Este acto lleva una crisis -que no es nueva- a un nivel que muchos catalogan como insostenible. Haití es el país más pobre de la región, por encima de Cuba, Nicaragua y Venezuela, y arrastra una debacle económica y social desde hace años. Con la llegada de la pandemia, se sumó una grave situación sanitaria y, con el asesinato de Moïse, la política.

Según el Fondo Monetario Internacional (FMI), en 2019 el Producto Interno Bruto (PIB) de Haití cayó 1,7%. Esto como consecuencia de protestas, bloqueos de carreteras y violencia, que paralizaron la economía de ese país durante semanas. En 2020, la economía sufrió una caída incluso peor, 3,7% del PIB, de acuerdo con los datos del FMI. La moneda de ese país se depreció casi el 30%. La pandemia y la cuarentena obligaron al gobierno a elevar el gasto aún más, lo cual lo sumergió en una crisis económica incluso más profunda de lo previsto.

A esto se suma ahora una inestabilidad política pocas veces vista en una nación, con un gobierno débil y descabezado, con muy poca capacidad de gestión y menor aún de controlar un terremoto de esta magnitud, que fácilmente puede desencadenar violencia y caos.

Concientes de esto, las autoridades interinas de ese país solicitaron en las últomas horas la intervención de tropas estadounidenses “para estabilizar la situación en el país”, a través de una carta de la oficina del primer ministro a la oficina de la ONU en Haití, que indica que “el objetivo es ayudar a la policía nacional a proteger los puertos, el aeropuerto y otros sitios estratégicos, así como restablecer la seguridad y el orden público”. Temen que la situación se agrave aún más, porque saben, por experiencia propia, que siempre se puede estar peor.

Lo que ocurre en Haití es el más claro ejemplo del fracaso no solo de ese país, sino también de la región, y de las limitaciones de la comunidad internacional en general. No es una crisis reciente, y durante años las naciones vecinas prefirieron mirar hacia otro lado. Quizá, en parte, porque la tragedia haitiana no tiene un impacto económico o migratorio como la de Venezuela, por ejemplo.

De una u otra forma, ya no quedan excusas para que la comunidad internacional y los organismos multilaterales no se ocupen de la peor crisis de un continente que no se caracteriza, precisamente, por ser muy estable.

No es solo un problema económico, lo es también sanitario, institucional y, sobre todo, humano.

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