Un Bogotazo. Por: Sofía Arbeláez Hoyos

Durante los primeros años de vida hay un alto y constante flujo de neuronas hacia el hipocampo. Debido a que no hay gran maduración de las células, y estas están en proceso de desarrollo del lenguaje y la coordinación, el sistema de recordación y el almacenamiento de información del cerebro es muy bajo. A esta característica se le conoce como síndrome infantil, y es por esto que es tan difícil recordar sucesos anteriores a nuestros siete años. Sin embargo, hay situaciones tan impactantes que el cerebro las desplaza inmediatamente a la memoria de largo plazo; situaciones tan impresionantes que determinan el curso de nuestras vidas- lo que a esta edad significa: el resto de nuestras vidas-. 

En una casa pequeña de Chapinero, de fachada azul y ante patio, en ese entonces el mejor barrio de Bogotá, aún con carreteras des-pavimentadas, a dos cuadras del parque Benjamín Herrera y a unas calles del colegio del Rosario (hoy en día facultad de medicina de la renombrada universidad), allí, en una casa de rejas rojas, nació mi abuela Silvia Giraldo el 4 de diciembre de 1942. Ese mismo frío día de diciembre, mientras toda la familia estaba expectante ante el nacimiento de la nueva integrante, murió Gilma, hermanita mayor de Silvia, con tan solo 2 años de edad. La alegría y la enloquecedora tristeza desembocaron en un desmesurado amor sobre la indefensa bebé, que se convirtió en la niña, muñeca, la reina de los ojos de toda la familia, y para recordarlo siempre, desde ese día la casa se llamó Villa Silvia. Y así pasaron los años, así como pasan los años para una hermosa niña inquieta y valiente; entre escapadas a montar bicicleta, raspones, y mimos. Hasta aquel 9 de abril de 1948. Ese día no sólo explotaron numerosas bombas, no sólo se perdieron incontables vidas y se sacudió el país entero, fue el día en el que también cambió por completo el corazón de la pequeña Silvia. 

Cuando volví al presente, cuando se fue el embelesamiento de las hermosas, terribles y detalladas palabras de la historia de mi abuela; cuando se fue el olor a sangre y las imágenes de mi cabeza, lo entendí. Comprendí ese instinto protector de mi abuela, porque en la cocina de su casa nunca faltaban los bultos de azúcar o de frijoles, y siempre habían grandes cantidades de mecato y gaseosas para nosotros. Fue cuando mi abuela terminó su recuento del 9 de abril, cuando comprendí su actitud en extremo caritativa con cualquier necesitado, fue ahí cuando entendí las trascendencia de los hechos de aquel día. 

Era solo otro medio día en el que la gran familia Giraldo Arcila se reunía en la sala a escuchar la radio después de almuerzo. Era tan solo otro día en el que el presidente Mariano Ospina Pérez intentaba dirigir el país y Gregorio Giraldo Giraldo Giraldo, padre de la familia, antioqueño de pura cepa, íntimo amigo de Uribe Piedrahita y Laureano Gómez, terminaba su almuerzo en una mesa aparte. Era tan solo otra tarde en la que Gregorio se desvivía de amor por sus pequeños muchachos, en la que Gabriela Arcila, su esposa, tenía la casa impecable y en la que, la diminuta Silvia de seis años, temblaba ansiosa por salir saltando a jugar con los de la cuadra hasta el anochecer. Pero las palabras que a continuación fueron pronunciadas por el locutor de radio cambiaron ese "tan solo una tarde" a "aquella tarde excepcional". 

Era la una y media, y aparte de los ensordecedores tiroteos que casi dejaban un olor a sangre en el ambiente, aparte de los desgarradores gritos que dejaban un vacío en el corazón, se escuchó clara y agitada la voz del presentador al decir: “Acaban de asesinar al político liberal más prominente del momento, Jorge Eliecer Gaitán, designado a la presidencia de la República". Y entre aquellas terribles palabras, la sonora voz de Gregorio: "¡Vení, vení princesa, acaban de matar al liberal, al Jorge Eliecer!”.

Entre un parloterío que pretendía guardar el decoro en medio del caos, los inocentes oídos y la vaga compresión de la pequeña infante Silvia lograron captar una visión general de las cosas. Se informó que el atroz crimen había sido llevado a cabo por un tal embolador, un Juan Roa. Entre las metrallas, los golpes, se dio a conocer entre el sudor y los alaridos, como este Roa fue amarrado, masacrado y arrastrado por hasta la plaza. Fue cayendo en cuenta entre suspiros, incomprensiones y lágrimas, de la terrible guerra y las pavorosas condiciones que se desatarían de aquel asesinato.

Y así por muchas horas, de las entrecortadas palabras de la radio, Silvia, se enteró de las desagradables y descriptivas historias de los saqueos, robos, violaciones y escaramuzas que sucedieron la muerte del liberal. Quedaron impactados sus delicados oídos y su susceptible imaginación por las escandalosas frases sanguinarias que presentaba los cuerpos morados y sin vida en la película de su cabeza. Se imaginó la descripción de los centenares de camiones con mercancía robada de las tiendas donde solía comprar, y de los hombres de ruana con el fusil colgado al hombro.

Las horas de tanques y bulla intensa pasaron alrededor de las siete de la noche, hora en la cual la familia seguía sentada inmóvil en el sofá, tratando de escuchar cualquier información por la radio, que a esas alturas ya estaba clausurada. Siete de la noche, hora en la cual se empezó a ver, como muertos en vida, el pasar de los estudiantes del Rosario. 

Aquel colegio bonito que quedaba a unas pocas cuadras, aquel colegio donde estudiaba uno de sus adorados hermanos, siempre impávido y ahora destruido, ardiendo, decadente. Se podía observar el desfile de terror por el rotico que su papá Gregorio había hecho en la puerta para que todos pudieran revisar quien tocaba sin necesidad abrir. Por el rotico, que delante tenía un butaco para que Silvita alcanzara a ver, por ese rotico y en ese butaco, se paró ella a ver la desoladora sucesión de estudiantes desesperados buscando protección de los saqueadores de su internado. Los jóvenes de 15 y 16 años corrían soltando gritos de auxilio, con colchones al hombro para protegerse de las balas, y golpeaban bruscamente la puerta de la casa en busca de refugio. 

La puerta de la pequeña casa de Chapinero, de fachada azul y antepatio, no cedía ante la inclemencia de los golpes de los desesperados estudiantes, ya que Gregorio la había trancado con un fuerte pasador de madera, encerrando a su familia a salvo de cualquier peligro. Sin embargo, el inocente y puro corazón de Gregorio no tenía tranca en contra de los desaforados llantos de los pequeños Gonzalo y Silvia, que aullaban por el amparo de los jóvenes estudiantes. Entonces Gregorio papá abrió. Eran las nueve de la noche. Pero no fueron estudiantes los que irrumpieron en la pequeña casa azul. Entraron 5 hombres, sí, de esos hombres con ruana y fusil, y lo primero que salió de sus sucias bocas fue "¡queremos mujeres, queremos mujeres!".

Gregorio, con la fuerza de un padre desesperado, comenzó a batir por los aires la misma gruesa tranca de la puerta para abatir a los atracadores. Entre los estruendos, los llantos y gritos de Silvia y Gonzalo -"Virgen Santísima! Papito, éntrese! Ay santísimo!" -y los salvajes golpes a la cabeza, cayó uno de los agresores. Su cuerpo inerte tirado en el frío piso de madera recordaba lo frágil que es la vida. Sin pudor y sin honor los otros hombres huyeron y se perdieron rápidamente en la noche, y frente a Silvia, su padre tuvo que sacar de un pie al campesino herido, dejando una estela de sangre, que aún en la penumbra de aquella noche se veía claramente en el piso.

Vuelve un poco la calma, o si por calma queremos decir que vuelve el silencio sepulcral de una noche de terror; vuelve la espera. Entretanto, toda la familia se mete debajo del gran comedor de la casa. Un gran comedor de madera con 10 puestos (para los padres y cada uno de los hijos). Allí se comía, se estudiaba y se conversaba, y por esa noche se resguardaban. Los más pequeños intentaban dormir en el duro piso compartiéndose el calor, mientras que los dos padres y los dos mayores, Camilo y Eduardo, no pegaron el ojo y guardaron la puerta con machetes y palos. 

Aquel día el paso del tiempo fue lento. Por el contrario, los siguientes ocho días fueron un trepidante y desenfrenado ir y venir de aventuras, entre penosas y excitantes. Silvia ya casi se acostumbrada a los gritos y a las balas que se escuchaban de la esquina de la Miscelánea Abirama, hasta la esquina de Don Pedro Peláez. 

La familia Peláez, tan normal, tan buena y tan honrada. O al menos eso parecía, hasta que los duros tiempos sacaran a relucir la verdadera naturaleza de aquellos vecinos de toda la vida. Doña Colombia de Peláez era la matrona de una familia Boyacense, mantenía impecable la casa esquinera y cada vez que podía llenaba a Silvita de mimos. Después de tres o cuatro días de encierro y alboroto, por la mirilla de la puerta trancada, se empezaron a ver llegar grandes camiones que cruzaban la cuadra hacia la casa de los Buitrago. Y Silvia, subida en la escalera para alcanzar a ojear, divisaba como bajan escandalosas cantidades de electrodomésticos, pieles, y demás mercancía, cada día y a toda hora, en la casa de sus conocidos vecinos, esos artículos que ella sabía bien, habían sido robados de innumerables comerciantes inocentes de toda la ciudad. 

Aparte de la desilusión, y del conocimiento de la maldad, aquellos niños afortunados, y en especial mi abuela, vivieron, sintieron, lo que es la genuina necesidad. Luego de ocho días de encierro, ya era hora para que la comida de una casa con catorce personas comenzara a escasear. Fue raro, impactante, se puede decir que hasta aterrador para Silvia, ver como los bultos de frijoles y azúcar, siempre presentes en su abundante alacena, ya no estaban.

Pero no todo fue para mal. Afortunadamente en la casa que lindaba con el lavadero de los Giraldo Arcila, vivía Doña Coca, dueña de la gran tienda de la manzana, hábil señora que tenía a la gran familia Giraldo en considerable estima. Como ya se ha hecho evidente, Silvia y Gonzalo eran los más verraquitos, por eso, fueron ellos los encargados de la vital misión de recoger la comida que les mandaba la dadivosa vecina. Coquita gritaba, "¡Señor Giraldo mándeme a la niña!". Silvia se subía a los hombros de su hermano y recibía el balde lleno de azúcar, panela y arroz, prácticamente los únicos víveres con los que podían contar. 

En medio del asombro de lo nuevo, de la violencia, y a través de la generosidad y perseverancia de los buenos amigos, pasaron los primeros diez días, y empezó a cesar la inclemencia del fuego, el estruendo de las balas y la angustia. Pero la fetidez de los cadáveres empezó a penetrar por los orificios dejados por las balas en la casa, y con el olor llegó también la curiosidad de saber qué pasaba en el parque del barrio.  

Más camiones -no se sabía cargados de qué- pasaban sin parar hacia el parque Benjamín Herrera y cuando el padre Gregorio buscó compañía para ir a investigar qué pasaba, solo los valientes (o repelentes) Gonzalo y Silvia se alistaron en su peligrosa excursión, obviamente sin saber cuáles iban a ser las consecuencias. Se fueron los tres cogidos de las manos sin hacer caso a los llantos y reparos de su aterrada madre. Al voltear la esquina, se vio todo, se vio todo y se quedó todo, se quedó todo y cambió todo, porque desde ahí la concepción de la vida y la muerte, del valor de un cuerpo, de un logro, de una lagrima, de un amor, quedó en nada.

Uno encima de otro. Ya no se discernía cuál brazo o cuál pie era de quien, si es que el pie aún estaba sujeto de algo. Simplemente se veían los miembros sueltos, con los nervios, las venas y la sangre al aire. Eran montañas de muertos, montañas que se alimentaban de los cuerpos que iban tirando sin vida desde los camiones. Sin importar quién era quien, cuál era su apellido, quien fue su novio, donde durmió el mes anterior, ya toda la sangre se veía igual, despedía el mismo hedor y la piel era del mismo color entre lila y amarillo.

El parque del barrio, donde jugaban los hermanos, donde tantas veces se raspó Silvia, donde tantos enamorados gozaron de encuentros furtivos, y donde tantos viejos salían a respirar en su pedacito de naturaleza, ahora estaba literalmente invadido por un ejército oloroso y sin vida.

Porque sin duda, por sus palabras y por el reflejo en sus pupilas al contarme, se notaba que lo que más marcó a mi abuela, fue ese momento, fue la terrible e inmunda fetidez, quizá de los cuerpos en descomposición, o quizá de la mezquindad de la vida. Y para acrecentar la pequeñez del humano, y la nimiedad o grandeza del amor frente a la muerte, Gregorio padre sacó dos pañuelitos para que sus hermosos ángeles se taparan la naricita, como si eso fuera a tapar la insoportable pestilencia, o como si fuera a borrar la insufrible imagen que los marcaría de por vida.  

Se podría decir que con esa visita al parque, y desde el momento en que pusieron pie fuera de la casa, finalizaron los tiempos más duros. No obstante, fue una dura época la que siguió. Un áspero cajón de recuerdos se había creado. Durante dos meses se declaró toque de queda, la escasez de alimentos se hizo cada vez más inminente, y los vecindarios tardaron en retornar a su coloridas tonalidades y a su jocoso entorno de compañerismo, después de que todas las fachadas, y la confianza, quedaran acribilladas por los proyectiles, los golpes y los gritos. 

Se preguntarán por qué la explicación del funcionamiento de la memoria en los primeros años de vida al principio de la crónica. Un texto no se escribe si no es para ser trascendental o al menos para describir algo que lo sea; algo que marque, que deje una hendidura en el corazón y en el espíritu, que deje una espina de incomodidad e inquietud en el pensamiento. 

Ahora, ¿Cómo podrían las experiencias de la pequeña Silvia de seis años llegar a ser aunque sea un poco trascendentales? Es ese "nunca se me va a olvidar" de mi abuela, combinado con la importancia histórica de los sucesos narrados, y el hecho de que tuviera tan solo seis años, lo que hace esto mínimamente sustancial. Y es que ¿Cómo, si el cerebro borra casi por completo la memoria antes de los 7 años, puede una señora de 74 años, recordar cada segundo, cada olor y mirada de una semana completa de su vida? 

Es esa sustancia de algunas experiencias, la que sin saberlo, forjan el camino y el carácter con el que llevaremos la vida. Importantes experiencias, porque no importa si se tienen a los seis años o a los ochenta, destapan realidades, estupidez humana, la perdurabilidad de los mortales, la insignificancia de la carne, la eternidad de un nombre, la vastedad de un gesto de amor, la infinitud de las acciones (y peor, de las ideas).

Se nos va la humanidad por las manos creyendo que se alcanzará la grandeza, cuando lo único que se puede hacer es tapar con un pañuelito blanco la fetidez de la podredumbre humana, no solo de la muerte, sino también de su vida. 

Ya habían pasado los años. Después de muchos regaños de su madre, superada la pubertad, ya con varios años de matrimonio encima, con licencia de conducción para camiones, ya siendo madre adorada por tres hijos, ya usando los vestidos un poco más largos y ya borrándose las cicatrices de los raspones de la infancia, Silvia caminaba por calles de Dubrovnik, Montenegro. Recién se había acabado ahí la cruenta guerra que disolvió Yugoslavia, pero Silvia no veía familias montenegrinas mutiladas, ni casas eslavas medio destruidas; ella aun ahí, aun después de toda una vida, contemplaba ante si a Villa Silvia, con los orificios de las balas, sus 8 hermanos aterrados, y los paisajes colombianos arrasados por la violencia.

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